Pareciera que a medida que una sociedad avanza en materia económica y política, más aumentan las preocupaciones éticas y la necesidad de acción social de sus ciudadanos. La hiperinformación que recibimos en la actualidad nos deprime, entre otras cosas, porque por primera vez en la historia nos
sentimos directamente responsables de eventos de los que no tenemos control y que suceden exactamente al otro lado del mundo. En la antigüedad, el pensamiento tribal nos permitía preocuparnos por nosotros y nuestra comunidad; una preocupación que, por otro lado, era mucho más efectiva en tanto se manifestaba en acciones más concretas. El giro del capitalismo industrial al capitalismo «verde» de los últimos tiempos es evidencia de la neurosis existencial del sujeto atomizado posmoderno, cuyas preocupaciones superan con creces las habituales cuestiones cotidianas de la vida comunal, pues el sistema de producción capitalista funciona al separar al productor del consumidor con mediaciones artificiales que complejizan y sofistican el sistema en un ciclo constante de producción, consumo y desecho. La cadena de eslabones que nos distancian de esa primera acción inercial vuelve imposible vislumbrar las consecuencias directas de nuestras acciones, y en consecuencia, el juicio moral se vuelve nublado. En el intersticio, se crea una suerte de ideología que emana de las condiciones materiales de la sociedad en ese momento y que determina consciente o inconscientemente el accionar del individuo.
En las sociedades globalizadas e hipertecnológicas del siglo XXI la alienación se da de formas muy particulares. Si bien el sujeto es capaz de reconocer esa distancia artificial que media en el capitalismo, aún no puede resolver la contradicción pues se encuentra operando dentro del sistema. Como resultado, tenemos la aparición de tímidos movimientos pseudoemancipatorios, reformistas y que no logran sino apuntar a los enemigos equivocados. Así, las fuerzas sociales se licúan y solo quedan algunos átomos aislados que de tanto en tanto generan algún foco de resistencia, pero que vuelve a apagarse rápidamente. Al final, todo esto termina siendo cooptado de nuevo por la gran maquinaria, que está capacitada para contener dentro de sí incluso a sus propias contradicciones. En los países progresistas, cuyos ciudadanos modernos demandan estilos de vida más amigables con el medio ambiente, se bebe leche de almendras esperando no dañar a las vacas —a quienes paradójicamente aborrecen por causar el calentamiento del globo—, mientras que en los países supeditados a las condiciones impuestas por los líderes del mercado mundial los pastizales se prenden fuego, las abejas mueren por la deforestación, y la comida en general escasea. La moral se corrompe una vez que dejamos de ser los actores principales para pasar a ser los pasivos últimos eslabones de un sistema globalizado que en la base necesita de la explotación y el derrame de
sangre para mantenerse.
Sin embargo, la conciencia de las contradicciones de vez en cuando llega a penetrar incluso en las últimas capas de las castas privilegiadas. El individuo queda entonces desarmado y confundido, pero la latencia de su neurosis es tan fuerte que busca apaciguarla como sea. Empiezan a operar diversos factores, como la impotencia por saberse sólo un engranaje más de la gran máquina, la culpa de no poder hacer nada al respecto, y la necesidad infinita de la voluntad de salir a buscar alternativas pero sin perder privilegios. Queda entonces ponerse en marcha y empezar a reclamar a través de las redes sociales —mismas redes que participan en el proceso de devastación ambiental, en tanto el Internet contamina más que toda la industria de transporte junta—, en un derretimiento de la pluralidad de voces en una sola y constante voz para lograr ver algún cambio en el sistema. Eso sí, que el sistema siga estando. Cuanto más privilegios osetentemos, menos responsabilidad y compromiso reales podemos darnos el lujo de cargar. Lo único que el ciudadano promedio necesita para calmar la angustia de la separación una vez que se manifiesta en la conciencia es la mera ilusión de que está haciendo algo para cambiar la situación. Otros grupos (naturalmente los más cercanos a las esferas primeras; es decir, menos separación), no tienen ese privilegio. Para estos estratos sustanciales, ocuparse del medio ambiente no es una idea de la razón especulativa, es una cuestión de vida o muerte. Ellos no necesitan del concepto, pues son pura practicidad. Los estratos
superiores, por el contrario, necesitan del concepto abstracto y puro, mientras que la práctica podrán tenerla como mediación agregada y opcional. El concepto de ecología es un invento reciente para explicar la ausencia, el profuso desvínculo con la realidad circundante. El hecho de que hayamos
tenido que crear un concepto para hablar del cuidado del medio ambiente ya indicaba que nos habíamos separado irremediablemente de él. El individuo de hoy siente la falta más que nunca, su ser grita volver un paso atrás en esta monstruosa maquinaria, pero hay tantos intermediarios funcionando que ya no puede vislumbrar el origen, en el que no se precisaba ni ecología, ni
industria alimentaria, ni orden cívico-político que determine el accionar.
No existe verdaderamente el ecologismo en movimientos masivos de izquierda, pues ya hay demasiadas mediaciones de distancia con la naturaleza. La ideología plant-based es ideología burguesa. Solo el exceso de acumulación puede dar lugar a la idea de privación de alimento como
práctica saludable y emancipatoria del pueblo. El individuo moderno ya no debe asegurarse sus propios medios para la subsistencia; la lucha natural es cooptada por el Capital y se resuelve a través de mediaciones artificiales que luego son puestas de nuevo en el mercado de formas «empoderantes» con tal de mantener al nuevo individuo produciendo y consumiendo. No puede
haber ecología sin una superestructura que sostenga los medios materiales e ideológicos para laaparición, propagación y cristalización de tal filosofía. El hecho de que últimamente esto haya sido cooptado por las empresas “green” no hace más que demostrar esa lógica. El veganismo también sigue una lógica capitalista, en tanto es una mediación antinatural; esto es, es biológicamente
imposible alcanzar un grado de desarrollo óptimo y una buena calidad de vida siguiendo una filosofía plant-based si no es por y con ayuda del capitalismo, que resuelve la necesidad de sustitución y suplementación artificial de nutrientes para poder ser llevado a la práctica con cierto éxito (y aun así sigue siendo bastante deficiente). Como toda ideología industrial, el estilo de vida “saludable” y “ecológico” (asociado a una alimentación de las clases pudientes) necesita explotar infinidad de recursos para sostenerse, mientras que los estilos de vida tradicionales presentan la ventaja de la conexión con el medioambiente (al que naturalmente cuidan, pues se reconocen parte de él) y la regeneración constante de la naturaleza, además de la seguridad de cobertura de una nutrición completa sin necesidad de agregados extras.
No hay evidencias de tribus, mucho menos civilizaciones, que hayan mantenido un estilo de vida vegano por elección moral. Existen casos de carnivorismo (los Masaai, los Eskimos), pero ni uno solo de sustentación puramente vegetal si no es por falta de recursos disponibles, pues reconocen la carne, las vísceras, la sangre y los huesos brindados por el animal como fuentes altamente valiosas de nutrición y posibilitadoras de la continuidad de la vida. Muchos grupos indígenas son espirituales (literalmente, animistas), viven rodeados de la naturaleza más virgen, y aún así no sienten ningún remordimiento por matar animales para alimentación o vestimenta, pues son los responsables directos de la acción de matanza y sacrificio animal, y sus acciones tienen, por supuesto, una razón bien fundamentada dentro del orden espiritual al que pertenecen. Cuanto más nos alejamos de esa esencia natural, más perdemos ese contacto espiritual y más reemplazos artificiales necesitamos fabricar, generando así una culpa remanente que actualmente se manifiesta en la insistencia por la creación de un «sistema ecológico» dentro del ya instaurado sistema industrial. El veganismo es así, también, una filosofía transhumana. La pretensión de superar los límites biológicos a través de la fusión con la tecnología —representada en el avance industrial— nos lleva directamente a la deshumanización en tanto desconexión de lo natural, además de esconder las razones de fondo por las que se busca ese cambio. Pues de la superación de nuestros límites biológicos, un dilema poco analizado es que las tecnologías puedan llevar indeseadamente a perder ciertas capacidades que nos proporciona nuestra constitución básica biológica y que nos constituyen como seres humanos en primera instancia. Es decir, la alteración de la humanidad por intervenciones técnicas no solo abre la posibilidad de ganar capacidades o habilidades, sino que termina de zanjar la separación con lo que nos hace humanos —nuestras prácticas tradicionales en un contexto ambiental poco alterado—, y pero aún, a la pérdida de reconocimiento de lo que nos constituye como humanos en primer lugar.
La ciencia actual peca de omnisciencia como consecuencia del precipitado avance intelectual (el espíritu en términos hegelianos) que la sociedad adquirió por la posibilidad de acumulación y divulgación de la información suscitada en las últimas décadas. El espíritu científico-intelectual de la sociedad en su conjunto también se elevó gracias al acceso libre, inmediato y siempre permanente a esta información. En consecuencia, la presión por cumplir las normativas de seguridad e higiene científicamente chequeadas por las Universidades de élite y ser así un buen «ciudadano global» (i.e,
uno que se comporta según el régimen actual —en este caso liberal y tecnócrata—) es hoy día más alta que nunca. Lavarse las manos complusivamente, usar protector solar todo el año, comer frutas y
verduras y nada de proteína animal. Todos estos son, en primera instancia, mecanismos de control; pero además, son mecanismos de superación de la condición natural deliberadamente ubicados para crear, mantener o justificar la separación. Por desgracia, esto conduce a eliminar el escepticismo habitual que solía acompañar a cada nuevo paradigma científico-tecnológico, y a censurar o descalificar a sus esperables críticos y objetores. Aquellos que se niegan a cumplir los mecanismos impuestos pueden ser fácilmente calificados de estúpidos, ignorantes, ridículos o simplemente malvados y egoístas, en tanto estos se presentan como medidas para nuestro propio bien. Ahora que
la ciencia verdadera nos auxilia, tenemos el imperativo de medir y calcular todo, lo que nos permite por fin separarnos y elevarnos por sobre lo primitivo incivilizado. Nosotros tenemos el conocimiento. Debemos híper-drogar a cada persona desde el momento de su nacimiento hasta el de su muerte para evitar que se revele que en el fondo seguimos siendo tan sólo humanos. Recetaremos cócteles de drogas para el problema más ínfimo que acaezca, para resguardar nuestro honor y nuestro orgullo como «personas de ciencia» que buscan el bien general de la humanidad. Así obtenemos la patologización de condiciones que resultan inexplicables para la medicina moderna debido al desconocimiento de cómo funciona el humano moderno, dado que aún se usa como referente un marco ya inexistente: nadie es ahora saludable por la condición misma del origen alterado. Por lo tanto, se sobrepatologizará y sobrediagnosticará a todos los que no entren en ese
antiguo paradigma, lo que por supuesto beneficia al sistema industrial que puede encontrar nuevas formas “científicamente comprobadas” de curar a los que no entran en el modelo, y forzar a la humanidad entera a entrar en la era tecnológica de la post-humanidad.
La filosofía progresista post-humana de este estado actual del capitalismo constituye un ejemplo prístino de este poder que intenta presentarse como universal, ahistórico y predeterminado. Asumir que todos en el futuro seremos cyborgs posthumanos por la misma evolución natural de la especie
es, al decir de Rousseau, incurrir en el mismo error de quienes al razonar sobre el estado de naturaleza trasladan a éste las ideas adquiridas en la sociedad. Así resulta un modelo de ontología característico de nuestro actual modo de vivir; no universalizable sino, muy por el contrario, sólo aplicable dentro de las condiciones sociales específicas del mundo globalizado e hiper-tecnológico en el que nos situamos. Pero aún existen modelos vivos que intentan no ser devorados por el sistema; que reclaman su humanidad soberana pero sin desligarse nunca de la Naturaleza que da origen y contiene. Tenerlos como modelos nos beneficia a todos: a ellos, en tanto podremos
ayudarlos a vivir en contacto íntimo con su medio ambiente natural y sus prácticas y costumbres tradicionales, y a nosotros, seres ya degenerados por las múltiples capas de artificialidad, para tener un ejemplo de lo que es un humano en su estado más pleno, pues life in all its fullness is mother
nature obeyed, o como sostuvo antaño Aristóteles: lo que es natural no lo busquemos en los seres depravados, sino en los que se comportan conforme a la naturaleza. Nuestra actual filosofía hedonista nos impide ver cómo el dolor y el sufrimiento, más que el confort y la seguridad, es lo que nos hace crecer y encontrar un sentido a nuestra vida. El error fue creer que satisfacer todos
nuestros gustos y deseos nos haría felices, como si la resolución del conflicto y de la lucha por la existencia —que es el motor de la historia— fueran lo que las personas realmente necesitan en el proceso de resolución de su neurosis existencial. En un sistema que nos permite gozar de una libertad política y civil sin precedentes, en el que contamos con la mayor acumulación de
información científicamente contrastada, en el que los avances tecnológicos están a la orden del día, paradójicamente la humanidad hoy se siente más enferma, deprimida, ansiosa y tóxica que nunca: la tecnología nos aísla, las comunicaciones nos alejan, la comida nos enferma y los medicamentos no
nos curan. Aquí se revela algo ciertamente preocupante en la médula del sistema. Y por desgracia, esto sólo puede empeorar con el advenimiento de un mundo ultra-liberal, tecno-capitalista e hiperglobalizado, que nos separa cada vez más de nuestra esencia a través de un extenuoso ejercicio
de alienación y desconexión de y con lo humano.